Salimos a mediodía de Chiang Rai en un autobús nocturno bastante cómodo y nada caro como es habitual aquí en el sureste asiático. La última parada antes de cruzar la frontera es la ciudad de Chiang Kong, desde allí un puente cruza el río Mekong y al otro lado ya estás en Laos. El visado cuesta 35 dólares y una fotografía de carnet que no deben faltarte si viajas por tierra. La carretera va circundando una zona montañosa muy sinuosa y vamos parando con cierta asiduidad hasta la hora de la cena. Un último y largo tramo nos lleva tras 12 horas desde que cruzáramos la frontera a la estación de Luang Prabang.
Son las 5 de la mañana y mientras nos dirigimos a nuestro hostal vamos a ver largas filas de monjes con sus túnicas naranjas andando por las calles de la ciudad y recogiendo la comida que como caridad van dándole las gentes de la ciudad. Le llaman Binthabat y dependiendo del lugar recogerán más o menos alimentos casi siempre arroz hervido o apelmazado.
Como no podemos alojarnos hasta mediodía nos guardan las mochilas en el hostel y nos vamos a conocer la ciudad. Ya ha empezado el mercado de mañana aquí el horario es de 6 a 10 cada mañana. Por las estrechas callejuelas que salen de la principal vamos observando curiosos y relajados los diferentes puestos de fruta, verdura y comida. Los turistas no podemos dejar de pararnos sobre todo en los que venden insectos, deliciosos gusanos de abeja y de enormes orugas que invitan a probar repitiendo «proteins» para convencerte de las bondades de comerlos.
La ciudad está demasiado masificada al turismo para mis expectativas así que tocara conformarse y disfrutarla con muchos otros turistas. Tampoco es barata, los precios han subido y mucho para tratarse de uno de los paises más pobres de Asia, aunque conviene matizar cómo siempre que para el bolsillo de un occidental no es mucho dinero. Es la mentalidad con las que nos ven, si lo pueden pagar, que lo paguen. Las casas de huéspedes y restaurantes se suceden en la calle principal donde puedes ver preciosos edificios coloniales de la época francesa.
A unos 16 kilómetros se encuentran el cuidadisimo Kuangsi Park donde se encuentran las cascadas del mismo nombre. No te confíes con la distancia ya que te llevará más de una hora en moto por carreteras con socavones y otras sorpresas en el camino. La moto la puedes alquilar por unos 10€, algo más creo que en Thailandia, y te incluye los cascos si los pides aunque aquí nadie lo usa o si lo usa es muy particular: un casco de obra o de militar de antiguas guerras son algunos de los más curiosos que hemos visto. Las cascadas son impresionantes así que tomate tu tiempo porque necesitarás unas dos horas si quieres disfrutarlas más otras dos del viaje de ida y vuelta pero por supuesto vale la pena. De lo mejorcito y alejado de la turística ciudad.
Antes de irte del parque echa un vistazo al área de conservación del oso tibetano que al igual que el panda es autóctono de esta región y está en peligro de extinción por obra y gracia como no del ser humano. Son preciosos y aunque cautivos se pasan el día jugando. No te lo pierdas.
Hay dos cascadas más en los alrededores, unas en Tad Sae y otras en Tad Thong. A las primeras se llega en unos 50 minutos por una carretera bastante buena que atraviesa serpenteando el bosque tropical. A la segunda se llega en un desvío a la vuelta del mismo camino que si no estás atento no lo veras. Aquí el camino pasa a ser una senda que apenas cabe la moto. Cuando empieza a haber barrancos a los lados y roturas en la senda te darán ganas de volverte pero si superas los miedos en unos 30 minutos te encontrarás tu solo visitando un paraje excepcional. Bueno, solo no, porque a la entrada de entre la maleza sale un tipo a cobrarte la tasa de entrada. Aquí se paga en todos los lugares públicos una tasa que ronda entre 1 y 3 €.
Río arriba el Mekong esconde a solo unas pocas millas la Pak Ou Cave en la villa de Tham Ting. El trayecto debes hacerlo en un bote compartido una especie de barco autobus y evitar las muchas ofertas en barco privado que te harán en el puerto ya que son mucho más caras y no merecen la pena. Las dos cuevas tienen en su interior cientos de figuras de Buda que alcanzan mucha belleza sobre todo en la segunda con las imágenes viendo el fondo del rio. En la escalinata de subida a la primera cueva decenas de niños te venden pulseras, amuletos, torras de arroz e incluso pajarillos en pequeñas jaulas hecho de bambú. Yo le bromeó y le ironizo diciendo que si es que no tienen escuela hoy. Me arrepiento después, me doy cuenta que hoy es Domingo y no hay colegio y yo no se en qué día me encuentro, padezco el síndrome del viajero feliz.
Al otro lado de la cuidad y a la orilla del rio Nam Khan, afluente del Mekong, está el restaurante Dyen Sabai. Aquí puedes saborear la cocina local en unas terrazas que cuelgan hacia el río y que forman un espectacular lugar para comer y disfrutar del atardecer.
Pero para atardeceres increíbles te recomiendo cualquier restaurante del puerto frente al río Mekong en la parte oeste de la ciudad. No puedo explicar con palabras como te sientes viendo esta maravilla de paisaje saboreando un «grilled cat fish» recién pescado y cocinado y saboreando una fresca Beerlao, la rica cerveza local.
También puedes ver un atardecer precioso desde Phousi Hill, la colina que domina la ciudad y en donde se encuentra el Wat Thammo una pagoda y monasterio donde viven monjes budistas. Unas interminables escalinatas te suben a la cima donde te espera una pequeña explanada con unas «doscientas» personas que como tú suben a ver el atardecer. Tómatelo con humor, abrete un espacio y disfruta del momento.
En nuestro hostel conocemos a la dueña, Kim, una hiperactiva vietnamita que está pendiente de todo y de todos, incluso de su hijo, un pequeño «rambli» de 4 años. El hostel tiene muchas carencias que ella y sus ayudantes se ocupan de compensar con una sobredosis de atención y amabilidad. El día de mi partida tiene tiempo de «reñirme» por no haber bajado antes; me quede dormido y no baje la noche anterior a que me aconsejara lugares que visitar en nuestra próxima visita a Vietnam. Me llevo escrito todo incluso la comida vietnamita a probar que, por supuesto, ella me dice que es la mejor del mundo. Le daremos su oportunidad.
Antes de marchar de la ciudad me doy una vuelta solo por la ciudad, junto al río. Y precisamente en sobre la soledad me viene a mi mente el recuerdo de las palabras del gran escritor Gabriel García Márquez que en su obra maestra Cien años de soledad, dice: » … y si un día no tienes ganas de hablar con nadie, llámame, estaremos en silencio.»
Y es que una cosa es estar solo y otra bien distinta es estar solo. La soledad puede ser nuestro gran enemigo y a la vez nuestro gran amigo. Quizá la mejor manera de valorar las relaciones entre personas sea la calidad de los silencios compartidos. Todo esto dicho desde la voz de un enfermo de la palabra como yo, que a día de hoy sigue curándose de su adiccion y buscando el placer de compartir momentos de silencio con las personas que amo y que me aman. Posiblemente estos silencios lejos de estar vacíos puedan suponer los mayores momentos de plenitud de nuestras vidas y si además van acompañados de miradas cómplices y de ternura …